György Dragomán: Tulipanes
Capítulo 1 de El rey blanco de György Dragomán
Antes de acostarme puse el despertador bajo la almohada para que sólo yo oyera su timbre y mamá no se despertara, pero yo ya estaba despierto antes de que tocara, porque estaba muy nervioso para la sorpresa que preparaba. Cogí del escritorio la linterna china niquelada de bolsillo, saqué el despertador de debajo de la almohada, la encendí, eran las cinco menos cuarto, quité la alarma para que no sonara, después cogí del respaldo de la silla la ropa que había preparado anoche y me vestí rápidamente intentando hacer el menor ruido. Al ponerme el pantalón rocé sin querer la silla, pero por suerte no se volcó, sólo golpeó contra la mesa, abrí con todo cuidado la puerta de mi habitación aunque sabía que no chirriaría porque el día anterior había engrasado las bisagras. Me dirigí hacia el aparador, extraje con suma lentitud el cajón intermedio y saqué las grandes tijeras de sastre con las que mi madre solía cortarme el pelo, después descorrí el cerrojo de la puerta de entrada y salí de puntillas, ni siquiera aceleré el paso hasta no haber llegado al primer rellano de la escalera, solo después me lancé escaleras abajo. Cuando salí del bloque de viviendas ya había entrado en calor, y de esa guisa me dirigí hacia el parquecito, porque allí, junto a la fuente, en bancales de adorno, crecían los tulipanes más bellos de la ciudad.
Hacía ya más de medio año que papá no estaba con nosotros, se suponía que había ido al mar por una semana, a un centro de investigación, por un asunto muy urgente, y al despedirse de mí me dijo que sentía mucho no poder llevar-me con él, porque el mar, en esa época, a finales de otoño, ofrece una vista realmente inolvidable, mucho más furioso que en verano, lanza olas inmensas, amarillentas, es todo es-puma blanca hasta donde alcanza la vista, pero no pasa nada, me prometió que cuando volviera me llevaría a verlo, que no podía entender que hubiera cumplido los diez años y no hubiera visto aún el mar, da igual, ya lo arreglaríamos, al igual que todo lo demás, no había que precipitar las cosas, ya habrá tiempo de sobra para todo, porque tenemos la vida entera por delante, ésta era una de las frases preferidas de mi padre, yo nunca había logrado entender qué podía significar, y como no volvió, pensé muchas veces en ella, y también le di muchas vueltas a la despedida, la última vez que lo vi, los colegas de mi padre vinieron a buscarlo en un furgón gris, justo salían de casa cuando llegué de la escuela, si no hubieran aplazado la última clase, ciencias naturales, no me habría encontrado con ellos, ya estaban entrando en el furgón, tenían mucha prisa, ni siquiera se podían permitir que papá hablara conmigo, pero él insistió, no sean así, también tienen hijos, ya saben cómo son estas cosas, total, apenas serán cinco minutos, y entonces, uno de ellos, un hombre vestido de gris, alto y de pelo blanco encogió los hombros y dijo que no importaba, total, por cinco minutos, y entonces papá se me acercó, se detuvo frente a mí pero no me acarició, ni siquiera me abrazó, sólo me cogió por la chaqueta, me mantuvo así, ante él, sujeto con las dos manos y me contó el asunto del mar, que lo necesitaban urgentemente en el centro de investigación, que estaría una semana como mucho, quizás un poco más si la situación fuera muy grave, hasta que se solucionaran las cosas y luego empezó a hablarme del mar, pero después, el colega alto de pelo canoso vino hacia nosotros, puso una mano sobre el hombro de mi padre y le dijo que ya habían pasado los cinco minutos, vamos, profesor, que tenían que irse porque si no perderían el avión, papá se inclinó, me besó en la frente, pero abrazarme no me abrazó, dijo que cuidara a mamá, que fuera un buen chico, porque ahora yo sería el hombre de la casa, así que debía portarme bien y yo le dije que sí, que sería bueno y que también él se cuidara, y entonces su colega me miró y me dijo, no te preocupes, chaval, ya cuidaremos nosotros del profesor, y me guiñó el ojo, después le abrió a mi padre la puerta lateral del furgón y lo ayudó a sentarse dentro, mientras el conductor encendía el motor y en cuanto se cerró la puerta tras mi padre, partieron, yo agarré la cartera de la escuela, me volví y me dirigí hacia la escalera porque había conseguido un nuevo delantero para mi equipo de fútbol de chapas y quería probar si realmente se deslizaba tan bien por la superficie de cera como por el cartón, y no permanecí allí, no hice ningún gesto, ni siquiera seguí con la mirada el furgón, no esperé a que desapareciera tras la esquina. Recuerdo claramente a mi padre con el rostro sin afeitar, oliendo a tabaco, parecía estar muy, muy cansado, incluso su sonrisa era forzada, y pensé mucho en ello, pero no creo que presintiera entonces que no volvería a casa, y una semana después recibimos una carta suya, escribía que la situación era mucho más grave de lo que habían pensado, no podía describir los detalles por razones de seguridad de Estado, pero debía quedarse allí todavía un tiempo más, y si todo iba bien, quizás en un par de semanas recibiera un día o dos de descanso, pero por ahora tenían necesidad de él en todo momento.
Después mandó unas cuantas cartas, cada tres o cuatro semanas, y siempre escribía que volvería dentro de poco, pero no pudo venir por navidades y en nochevieja también lo esperamos en vano, llegó abril y para entonces ya ni siquiera recibíamos cartas, y empecé a pensar que, en realidad, mi padre se había fugado al extranjero, al igual que el padre de Egon, uno de mis compañeros de clase, que había cruzado a nado el Danubio hasta Yugoslavia y de allí a Occidente, y desde entonces tampoco tenían ninguna noticia de él, así que ni siquiera sabían si estaba vivo o no.
Caminé por la parte trasera del bloque, no quería encontrarme con nadie, no me habría gustado que alguien me preguntara adónde iba a esas horas de la madrugada. Por suerte no había nadie en la fuente, así que escalé tranquilamente por la cadena hasta el bancal y me acerqué a los tulipanes, saqué las tijeras y empecé a cortar las flores por la parte más baja del tallo, justo a ras del suelo, pues la abuela me dijo una vez que cuanto más bajo se cortara el tallo de los tulipanes tanto más duraban, lo mejor era cortarlos desde la misma base del tallo. Primero sólo quería veinticinco flores, pero por alguna razón perdí la cuenta cerca del quince de manera que seguí cortando una detrás de otra, y el abrigo se me quedó empapado del rocío, al igual que el pantalón, pero no me importaba, pensaba en mi padre, seguro que él también lo haría así todos los años, él también cortaría los tulipanes siempre en primavera, mamá me había contado tantas veces que papá le había pedido la mano con tulipanes, y también que la había cortejado con ramos de tulipanes, y que el aniversario de bodas lo celebraban así, el diecisiete de abril la sorprendía con un inmenso ramo, temprano, al despertar, las flores ya la estaban esperando en la mesa de la cocina, y en esa ocasión era el decimoquinto aniversario y yo quería que mamá recibiera un ramo tan grande como nunca antes.
Corté tantos tulipanes que apenas podía sujetarlos, y al intentar estrechar las flores contra mi pecho el ramo se me deshizo en las manos, entonces puse los tulipanes en el suelo, a un lado, sacudí el rocío de las tijeras y seguí cortando un tallo detrás del otro mientras pensaba en papá, seguro que él había cortado las flores con aquella misma tijera, y mirándome las manos, intentaba en vano imaginarme las manos de mi padre, pero sólo veía mis propias manos delgadas, blancas, con los dedos dentro del anillo metálico gastado de las tijeras, y entonces, de pronto, un viejo me gritó que qué estaba haciendo, que me largara inmediatamente, que si me creía que podía cortar así por las buenas las flores, que supiera que iba a llamar a la policía y me enviarían al correccional de menores, que era donde debía estar, y lo miré, por suerte no era un conocido así que le grité que cerrara la boca, que robar flores no es un crimen, y me guardé las tijeras en el bolsillo, reuní en un fajo los tulipanes con las dos manos, un par de flores se quedaron allí, después salté por el otro lado del bancal, seguí oyendo sus quejas, que si no me daba vergüenza hablar así, y que no importaba, que ya había apuntado mi número del uniforme de la escuela, pero no miré hacia atrás, no había anotado nada, porque yo ya había cogido con toda intención el abrigo que no llevaba número, así que corrí tranquilo hasta casa, sujetando con las dos manos las flores para que no se rompieran, las cabezas de los tulipanes chocaban unas con otras y de vez en cuando me acariciaban el rostro, las amplias hojas crujían, siseaban, tenían el mismo olor que cuando se corta la hierba, sólo que mucho más intenso.
Al llegar al cuarto piso me detuve ante la puerta, me puse en cuclillas y deposité cuidadosamente las flores sobre el felpudo, después me levanté y abrí despacio la puerta de entra-da, salté sobre las flores y me quedé allí, en el oscuro pasillo, escuchando. Por suerte mamá no se había despertado aún, así que me llevé los tulipanes a la cocina y los dejé sobre la mesa, entré en la despensa, cogí del estante el tarro más grande que había, me acerqué al grifo y lo llené de agua, después lo dejé en medio de la mesa y coloqué con todo cuidado los tulipanes, había tantos que ni siquiera cabían todos en el tarro, los diez más o menos que sobraban los puse en el fregadero, después fui hacia la mesa y ordené como pude el ramo, aunque no es que me saliera muy bien por la cantidad de hojas que había, estaban desordenados, algunos eran demasiado cortos, otros demasiado largos, era necesario cortar de igual manera los tallos si mi intención era que el ramo tuviera buen aspecto, entonces se me ocurrió que si sacaba de la despensa el barreño grande de lavar allí cabrían todas las flores y es posible que ni siquiera tuviera que recortar los tallos, así que volví de nuevo a la despensa, abrí la puerta, me incliné y saqué el barreño de debajo del estante, entonces escuché el ruido de la puerta de la cocina, y oí también que mamá preguntaba quién era, y si había alguien, a mí no me había visto aún porque la puerta de la despensa me ocultaba, pero yo la vi a través del quicio de la puerta, con su largo camisón blanco, descalza, y cuando se fijó en los tulipanes, palideció por completo, se apoyó con la mano en el marco de la puerta, abrió la boca, pensé que iba a sonreír, pero su expresión fue más bien como de echarse a gritar, como cuan-do estaba tremendamente enfadada o le dolía algo, hizo una mueca, entrecerró los ojos, y la oí respirar profundamente, luego, despacio, paseó la mirada por toda la cocina y cuan-do vio la puerta abierta de la despensa soltó el marco de la puerta y se apartó el pelo del rostro, suspiró, mi niño, ¿eres tú?, dijo, pero no respondí nada, salí de detrás de la puerta de la despensa y me detuve junto a la mesa, diciéndole que quería darle una sorpresa, que, por favor, no se enfadara, no quería hacer nada malo, sólo lo había hecho porque papá me había pedido que mientras él no estuviera fuera yo el hombre de la casa, y entonces vi que mi madre intentaba sonreír, pero en sus ojos se percibía su inmensa tristeza y me dijo que no estaba enfadada, con voz profunda y ronca, no estaba enfadada, me lo agradecía, y al decirlo vino hacia mí y me abrazó, pero no como otras veces sino mucho más fuer-te, me estrechó intensamente contra ella, como una vez que estuve enfermo, y yo a mi vez la abracé y me apreté contra ella y a través de mi ropa y del camisón sentí su corazón palpitar, y pensé en los tulipanes y en aquel momento cuando estaba arrodillado en el parque sobre la tierra y los cortaba uno tras otro y sentí que mi madre me presionaba aún más fuerte y yo también la abracé aún más, y sentía el aroma de los tulipanes, ese olor verde y fuerte a hierba fresca, y noté de pronto que mi madre se estremecía, me di cuenta de que estaba llorando, y supe que yo también me echaría a llorar y no quise, pero no pude controlarme, sólo apreté y quise decirle que no estuviera triste, que no pasaba nada, pero no pude decir palabra, fui incapaz de abrir la boca y entonces, de pronto, alguien tocó el timbre de la puerta de la entrada, apretó con fuerza, el timbre zumbó ruidosamente largo rato, una vez, dos, tres y finalmente sentí que mi madre me soltaba, de pronto fue como si todo su cuerpo se hubiera vuelto frío, yo la solté también y dije que esperara que iría yo a ver quién era.
Camino de la puerta pensé que serían los policías y que efectivamente el hombre del parque me habría reconocido y denunciado y que ya estaban aquí, habían venido por mí para detenerme por haber echado a perder la propiedad común y haberme llevado los tulipanes, y entonces pensé que quizás no debería abrir la puerta, pero como el timbre seguía sonando, zumbando muy fuerte, y ya hasta llamaban con el puño, me acerqué, giré el cerrojo y la abrí.
No eran los policías quienes estaban ante la puerta sino los colegas de mi padre, los mismos con quienes lo había visto marchar en su día, y me quedé tan sorprendido que fui incapaz de decir palabra, entonces el hombre alto de pelo cano me miró y me preguntó si mi madre estaba en casa, yo asentí, y pensé que seguro que papá había mandado un regalo por el aniversario de boda y justo quería invitarlos a entrar porque mi madre se alegraría mucho de verlos, cuando, antes siquiera de que pudiera decir algo, el de pelo cano se dirigió de nuevo a mí, me preguntó si le había entendido y le dije que sí, que mamá estaba en casa y a todo eso el otro, el más bajo, también habló diciendo que iban a entrar, me apartó de la puerta y, en efecto, ambos entraron y permanecieron en el recibidor, entonces el más bajo preguntó que cuál era la habitación de mi madre y yo le dije que estaba en la cocina, y entraron detrás de mí, y dije que estaban allí los colegas de papá y que seguro que traían una carta o mandaba algún regalo, y mi madre estaba bebiendo agua de la jarra de asa larga con la que solíamos llenar la cafetera, y detuvo la mano a mitad de camino, me miró, desvió la mirada a un lado, hacia los colegas de papá y vi que palidecía tras la jarra; dejó la jarra y vi que apretaba los labios como cuando estaba enfadada y entonces les preguntó en voz alta que qué hacían allí y metió de un empujón la jarra de asa larga en la estantería con tal fuerza que estuvo a punto de verterse el agua que quedaba, en tanto les decía que se marcharan, pero ya habían entrado en la cocina tras de mí, y el alto de pelo cano sin siquiera saludar le preguntó a mi madre directa-mente qué le pasaba, que si no se lo había dicho al niño, y entonces mi madre sacudió la cabeza y dijo que no era asunto de su incumbencia, pero el alto de pelo cano dijo que aquello había sido un error porque tarde o temprano lo sabría, esos tragos era mejor pasarlos cuanto antes, porque la mentira sólo conduce a más mentiras, a lo que mi madre se rió y dijo que sí, que ellos eran desde luego amigos de la ver-dad, y entonces el más bajo se dirigió a ella y le dijo que cerrara la boca, y mi madre, efectivamente, enmudeció, y el de pelo blanco se puso delante de mí y me preguntó si aún creía que ellos eran los colegas de mi padre, y yo no dije nada, pero sentí que se me había helado la sangre como en la clase de gimnasia, después de las carreras cronometradas, cuando había que inclinarse hacia delante porque de otra forma no se podía respirar, y entonces, el de pelo canoso sonrió y me dijo que tenía que saber que ellos no eran colegas de mi padre sino que pertenecían al cuerpo de seguridad interna, que mi padre estaba detenido por tomar parte en actividades contra el Estado así que era probable que no volviera a verlo durante un tiempo, bueno, más bien durante bastante tiempo, porque estaba cavando en el canal del Danubio, que si sabía qué significaba eso, pues significaba que estaba en un campo de trabajo y al ser un sujeto débil no aguantaría mucho, no volvería nunca más, quizás ni siquiera seguía ya vivo, y en cuanto lo dijo mi madre cogió la jarra de la estantería y la arrojó al suelo, se rompió en pedazos y entonces el oficial enmudeció y durante un instante se hizo el silencio, hasta que madre dijo que ya era bastante, que lo dejaran, que si querían llevársela a ella también que se la llevaran, pero que a mí me dejaran en paz y que dijeran ya de una vez qué era lo que querían.
El más bajo le replicó que andaban por allí y ya que estaban habían pasado a echar un vistazo por si encontraban algo interesante en la habitación del profesor.
Entonces madre les preguntó si tenían una orden de registro, y el oficial alto de pelo cano sonrió y dijo que no era necesario una orden para una minucia como aquélla, que no pasaba nada, solo mirarían un poco, porque no creía que tu-viéramos algo que ocultar.
Entonces mi madre dijo casi gritando que no tenían derecho a hacer eso, que se largaran de allí, fuera, porque si no, iría inmediatamente al ayuntamiento, tal y como estaba, y se pondría allí mismo en huelga, y exigiría públicamente que liberaran a su marido, pues qué era eso de mantenerlo preso sin permitirle hablar y sin juicio desde hacía ya más de medio año, que de cualquier manera en el país había una constitución, había leyes y para hacer un registro domiciliario aún se necesitaba una orden, así que o se la mostraban o largo.
El oficial de pelo cano sonrió a mi madre como respuesta y le dijo que le sentaba muy bien esa combatividad y que se-guro que mi padre, allí en el canal del Danubio, la estaría echando mucho de menos, porque era realmente una mujer maravillosa, una pena que no la fuera a ver nunca más.
Mamá enrojeció, se le puso el rostro como un tomate, me di cuenta de que estaba toda tensa, pensé que iba a lanzarse hacia el oficial de pelo blanco y lo iba a abofetear, creo que nunca la había visto tan enfadada, y en aquel momento se volvió, pero no hacia el oficial, sino que fue directamente hacia la puerta de la entrada, la abrió y dijo que se había acabado, largo, fuera de casa inmediatamente, por-que si no llamaría en aquel mismo instante a su suegro, que por si no lo sabían había sido secretario del partido y aun-que lo hubieran jubilado todavía tenía valedores que lo arreglarían para que los destinaran a la sección de tráfico por lo que estaban haciendo, así que si no querían complicarse la vida que se marcharan, todo dicho en un tono tan áspero que incluso yo mismo estuve a punto de creérmelo, aunque sabía que mi madre, nunca, de ninguna manera, llamaría por propia voluntad a los abuelos, porque desde que mi abuela le había dicho a la cara que era una puta judía subnormal, madre no le dirigía la palabra ni a ella ni a mi abuelo, aunque en esta ocasión, por su forma de hablar, nadie lo hubiera dicho.
El oficial más bajo dijo que vaya cosa con la que les salía, si se creía que el viejo tenía aún alguna influencia, sobre todo después de que su hijo fuera deportado, se equivocaba por completo, más le valdría alegrarse de que no lo hubieran internado a él mismo, pero que si quería llamar por teléfono o quejarse que lo hiciera, adelante, y dio un paso hacia el aparador, cogió el cajón de los cubiertos y tiró, pero lo hizo con tanta fuerza que el cajón se le quedó en la mano, los cu-chillos, tenedores, cucharas y cucharillas volaron por todos los lados de la cocina, luego el oficial estampó el cajón vacío sobre el aparador y la parte posterior del cajón se rompió, y dijo ya está, ahora tenía algo por lo que quejarse, pero que aquello no era nada más que el principio, seguro, sólo el principio, y vi como enseñaba los dientes y pensé que iba a volcar la mesa, pero entonces el de pelo cano le puso la mano en el hombro, lo llamó por su nombre, Gyurka, y le dijo que se tranquilizara, se tranquilizara y nos dejara, que parecía que se habían equivocado con la mujer, que pensaban que era lista, que sabría cuándo y con quién había que ser agradable, pero por lo visto no tenía bastante cabeza para reconocer a sus benefactores, y que a cualquier precio quería meterse en problemas. Pues muy bien, que fuera todo tal como ella quería. Entonces el oficial que se llamaba Gyurka tiró al suelo el cajón roto junto a los cubiertos desperdigados y dijo, está bien, camarada comandante, lo haremos tal y como usted desea, vámonos.
El oficial que se llamaba Gyurka miró a mi madre, asintió, después se volvió hacia mí y me dijo que estaba bien, que se iban, pero sólo porque veía que nos gustaban las flores y al que le gustan las flores no puede ser mala persona y en cuanto lo dijo se adelantó hacia la mesa, yo pensé que lanzaría al suelo el tarro de cristal, pero sólo sacó de él un tulipán, se lo acercó a la nariz, lo olió y dijo que el único problema que había con los tulipanes era que no tenían olor, que por otro lado era una flor ciertamente maravillosa, después salió de la cocina, vámonos, camarada comandante, dijo, el de pelo cano no respondió nada, sólo le hizo una seña para que se marchara, y entonces el oficial que se llamaba Gyurka fue hacia la salida, y al pasar junto a mi madre, le alargó el tulipán, ella lo cogió sin decir una sola palabra y él le dijo que ofrecía una flor a una flor, después se volvió una vez más hacia mí, me miró, guiñó el ojo, salió por la puerta y empezó a bajar por las escaleras.
El comandante salió también y mi madre quiso cerrar la puerta a su espalda, pero él volvió a cruzar el umbral y puso el pie junto a la puerta para que no pudiera cerrarla y le dijo con voz agradable y muy tranquilo que se arrepentiría de aquello, que cuando volvieran iban a revisar hasta el suelo, a escarbar hasta en la masilla del marco de las ventanas y a mirar debajo de la bañera y en las tuberías del gas y que iban a poner patas arriba toda la casa y podía estar segura de que encontrarían lo que estaban buscando, podía estar segura, y se calló, se volvió y bajó él también por las escaleras.
Mamá cerró la puerta de golpe, y pudo escucharse aún al comandante que se despedía, ella se dio la vuelta, apoyó la espalda en la puerta cerrada y permaneció allí, con el tulipán rojo en la mano, mirando la jarra hecha trizas, los cubiertos desperdigados, el cajón partido, torció la boca, después apretó los labios con fuerza, me miró y en un hilo de voz me dijo que le llevara el recogedor y la escoba, que recogeríamos bien todo aquello y yo entonces miré los tulipanes, allí, en el tarro de cristal, sobre la mesa y quise preguntarle a mi madre si era cierto, o no, lo que habían dicho los oficiales sobre papá, pero regresaría, ¿verdad?, y ella se volvió hacia mí oliendo aquel tulipán que tenía en la mano y sus ojos resplandecían tan húmedos que preferí no preguntar nada por-que sabía que no podría contener las lágrimas.
Traducción de José Miguel González Trevejo y Mária Szijj
Publicado con permiso de RBA Libros